jueves, 18 de octubre de 2007

76 mujeres reciclan en la noche en el Centro Histórico de Cuenca

Sus manos laceradas y llenas de callos tantean la funda de basura y empiezan a escarbar. Es la segunda parada de la noche de la cuencana María Chillogallo, de 53 años, quien desde hace dos, busca en los desechos material que podría servir para vender.

Un costal lleno de plástico y tres cartones acompañan a la mujer, quien separa papel higiénico de pequeños cartones. Las bocinas de los buses y vehículos que circulan a las 19:00, con más intensidad en las calle Tarqui (Centro Histórico de Cuenca), asustan a María, quien se refugia junto a la pared de una clínica dental.

15 minutos transcurrieron y falta hora y media para acabar su recorrido. Para reciclar prefiere las calles del Centro porque en las oficinas se genera más cantidad de material. María, con ocho cartones y dos talegos, busca otro lugar.

A dos cuadras, en la esquina de la Gran Colombia, Valeria Chérrez, de 10 de años, sentada en un bolardo vigila la mercancía. Son 50 cartones de todo tamaño que ocupan cinco metros de la vereda. Está atenta a la llegada de su mamá, Norma Yánez (29 años), quien salió a un sexto recorrido.

Con un rápido movimiento, Valeria corre al encuentro de su progenitora. Esta vez trae un pequeño talego y un cartón angosto, que arrima a una pared; mueve el cuello y lleva las manos a la espalda y busca descansar.

El trabajo de reciclaje de Norma lo realiza junto a su madre Josefina Díaz desde hace cinco años. Por cerca de cuatro horas buscan los mejores sitios. Para Norma, las cosas son más fáciles porque hay gente que la identifica y le entrega el material ya seleccionado.
Además, por la campaña de reciclaje emprendida por la Empresa de Aseo de Cuenca (EMAC), los ciudadanos sacan en una funda celeste la basura reciclable.

Chillogallo y 75 compañeras laboran los miércoles de 18:00 a 22:00. En ese lapso almacenan cerca de 100 kilos de papel, plásticos, cartones y botellas de yogur.

Su mayor problema, cuenta Norma, es que hay gente que se dedica a la actividad sin estar asociada. Por cada jornada gana cinco dólares para su familia.

Con las manos entumecidas por la carga que lleva: una funda plástica gruesa con botellas, Norma dice que luego de que la EMAC organizó el reciclaje se convirtió en una labor digna.

A las 21:00, María Chillogallo en su última parada hace maniobras para llevar lo recolectado a su casa, en la calle Juan Montalvo.

Ahora son cuatro talegos de plásticos y seis cartones. En el patio de su casa pone lo reciclado con otros bultos, que el sábado venderá cerca del mercado 10 de Agosto.

El 1 de enero es el día de la Virgen de la Nube, la patrona de los emigrantes

A tres días de la procesión dedicada a la Virgen de la Nube, el movimiento de Azogues, la capital de Cañar, es especial. La poca actividad nocturna de sus habitantes se modifica con la llegada de los fieles de otras urbes del país.

Los visitantes se concentran en la iglesia de San Francisco, en la zona más alta de la ciudad. El silencio nocturno de las inmediaciones del templo lo reemplaza el bullicio. Se escuchan melancólicos y queditos cantos a la Virgen.

Los visitantes observan fijamente la imagen de la Virgen de la Nube en el altar mayor. Juntan sus manos e inician el ritual religioso.

Seis sombreros de varios colores, decorados con plumas, reposan en el piso, mientras sus dueños, sentados en la primera banca de la iglesia, intentan concentrarse. Junto a ellos están 54 personas, entre niños y adultos.

Son devotos provenientes de Sangolquí, en Pichincha. Ellos no necesitan buscar dónde pasar la noche. El sacerdote, quien presidió por 40 minutos la misa (28 de diciembre), los conduce a un albergue. 30 personas más, de Ambato y Loja, los siguen.

Todos los años, los vecinos y la familia de José Llumitasig, de 26 años, recorren por una semana los santuarios de Loja, Azogues y Ambato. Para él, la Virgen de la Nube es la que más favores concede, “por eso la fe es más fuerte”.

Pocos minutos después trasladan una enorme olla y una cocineta para preparar los alimentos. Cada uno ahorra todo el año unos 40 dólares para hacer el recorrido.

José, en un español precario, cuenta que ella (la Virgen) curó a su madre de una enfermedad y llevó a su hermano a España.

En otro cuarto, Etelvina Chichollagi (74), con su hijo Segundo Quinde y sus nietos, se prepara para descansar. Todos los años llegan, desde Loja, dos días antes de la masiva procesión en honor a la Virgen, el 1 de enero.

“Tuve una enfermedad y no podía moverme. Con sacrificio llegué a Azogues hace 20 años, un 28 de diciembre para pedirle sanación. Ahora cumplo la promesa”, dice esta mujer, que lleva un abrigo que le protege del frío.

El 1 de enero, en la Avenida de la Virgen, una estrecha calle que conduce al santuario franciscano, se vive una fiesta. Las ventanas de las casas están decoradas con globos azules y pancartas.

A las 04:00, los moradores del sector instalan sus negocios. Martina Ullauri coloca un letrero para promocionar la venta de chancho hornado y papas con cuero. Tres horas después, al frente, José Rendón comercializa velas en una canasta de paja toquilla.

Por este día, tres niños dedicados a limpiar zapatos abandonan sus puestos habituales en el parque central y buscan a nuevos clientes, en la zona alta de la urbe.

Uno de ellos, Andrés Quezada (9 años), con su caja de herramientas, ofrece sus servicios. “El 1 de enero es el mejor día del año por la cantidad de clientes”.

Su sitio estratégico es el interior del convento, que tiene una forma redonda. Allí, siete sacerdotes confiesan a los fieles. En la fila del padre Vicente de la Cruz, 10 personas esperan su turno.

En la parte baja de la iglesia y en el mercado cercano, los negocios están abarrotados. Es el mejor día del año, confirma Andrea Pesántez, quien usa un multicolor delantal. Ella sirve secos de pollo a 15 miembros de la familia Fernández, oriunda del cantón Cañar.

Se apresura porque faltan contados minutos para el inicio de la misa principal. A las 10:00, José Andrade (65) camina para atrás y alza sus manos, mientras observa fijamente a la Virgen.

La imagen llega cargada por miembros de la Asociación Caballeros de la Virgen, a la plaza San Diego de Alcalá, donde la esperan cientos de personas.

Para José, de Santo Domingo de los Colorados, caminar para atrás es una promesa para sanarse de su enfermedad. En ese instante, un mariachi canta y la multitud, que supera las 500 personas, fervorosamente aplaude.

Apenas pasaron 10 minutos y la plaza ya está saturada. La gente usa sombrillas para protegerse del sol. Juan y Karla Orejuela (39) y (36) viajaron durante 13 horas para visitar a su ‘reina’. Son de Corriente Larga, Esmeraldas, cerca de la frontera con Colombia.

Con las manos juntas y el ceño fruncido por el sol, Juan recuerda que desde hace 15 años agradece a la Virgen por sus favores. Las escalinatas que conducen al santuario y las calles adyacentes también están colmadas.

En el último escalón, Fernando Suárez (18) aprovecha el clima para vender helados. Es peruano y desde hace tres años participa de la procesión. “Si no llego a Azogues las ventas del año serán malas”.

Los choferes de buses ofertan sus servicios, antes de que acabe la misa. Los devotos se van y Azogues vuelve a su tranquilidad habitual.

A las 18:00, las calles están vacías. Es el turno de 60 mujeres, quienes se apresuran con pequeños carros y escobas a recoger los desperdicios. Cerca de 37 toneladas de basura dejaron los fieles.

Inundación del Yanuncay dejó destrozos a su paso

A pocos metros de su improvisado hogar, María Rosalina Naula, de 80 años, recoge algunos palos, que fueron las vigas de su casa, para hacer una hoguera y empezar a cocinar. Los pocos enseres que tenía en su vivienda de adobe, en Barabón a unos 2 kilómetros del centro parroquial de San Joaquín (Cuenca), ahora destruida, quedaron inservibles, por la inusual crecida del río Yanuncay, el pasado jueves en la tarde.

Un lodo espeso cubre una gran parte de sus sembríos de maíz y las dos carpas entregadas por el Ejército, sirven para que ella, su hija Carmelina y sus sietes nietos tengan un refugio. Según ella, antes de la creciente del río, no tenían mucho, pero ahora no tienen nada. La incomodidad es evidente, aunque reconoce el apoyo de sus vecinos y de las autoridades que le proporcionaron tres colchones, cobijas y alimentos.

Por las constantes lluvias, las carpas están llenas de lodo y humedad. En un tanque con agua, Rosalina intenta lavar una pequeña olla, de un color intensamente negro y que da indicios de haber sido amarilla, para colocarlo en la hoguera.

En el sector, desde el viernes, unos cinco vecinos limpian sus viviendas. A una cuadra de Rosalina Naula, con pico y maquete, Julio Matute (77) y su esposa María Dolores Arpi, cortan los carrizos que quedaron de su casa, que el jueves, se derrumbó. Ellos escarban entre los escombros para rescatar a sus animales, una docena de cuyes. También trasladan las tejas del techo y las apilan a un costado de lo que queda de su vivienda, que también está en peligro de caerse.

La poca ropa que rescataron tiene un color gris y por la fuerza del agua está perforada.

Con dificultad y visiblemente cansado, con la ayuda de su esposa, Julio Matute alza un gran palo para sacar a uno de sus animales. “Ella (su esposa) quería entrar a salvar a los cuyes y algunos utensilios pero le pedí que no fuera, por eso está viva”, dice el hombre con un tono de angustia.

En la zona, unos ocho miembros del Ejército resguardan la margen del río y lo que queda de los puentes peatonales, que fueron socavados por la corriente. Esto para evitar que los niños se caigan. Además atienden a unas 25 familias afectadas, de cerca de 100 personas.

Siguiendo el curso de este río, en su zona baja, ya en el centro urbano de Cuenca, también se realizan labores de limpieza. La retroexcavadora del Municipio retira del río, una decena de frondosos árboles que fueron sacados de sus raíces por la corriente.

El parque de la Escuela de Bomberos desapareció y solo quedó, en medio de piedras y lodo un juego infantil. En el sector la casa más afectada es la del Club Rotario. José Quituizaca empleando una manguera, limpia el lodo que quedó en las sillas de este organismo social, mientras que María Eugenia Vélez y cinco personas más, lavan utensilios de cocina e intentan sacar el lodo que todavía permanece en el sitio.

Los moradores, como Freddy Rivaneyra, todavía no creen que en minutos las aguas del río Yanuncay se convirtieron en una peligrosa corriente, que estaba a punto de arrastrarlos.