sábado, 25 de abril de 2009

En Alausí empieza un recorrido al pasado


El tiempo se detuvo en la estación del tren en Alausí. La edificación de piedra, un letrero blanco con la inscripción “Alausí: altitud 2347,0 m. a Quito a Durán”, y un autoferro estacionado hacen volver a los turistas a los primeros años de este medio de transporte. Es miércoles a las 04:30 y el silencio de la madrugada y la neblina de color gris dan la imagen de un verdadero museo.


En la oficina de telegramas, la ventana se convierte en el límite del pasado con el presente. Afuera sigue el movimiento nocturno de una ciudad despierta, modernizada, actual, dedicada en parte al turismo: cafeterías, internet, restaurantes.


Adentro una máquina de escribir Adler, un telégrafo ya oxidado que enviaba códigos de señales, a base de punto y rayas, a otras estaciones que aún funciona pero que no se le da uso, y un teléfono a manivela, son las huellas de la época dorada del ferrocarril.


Allí parece que todo se detuvo: los gorros negros, símbolo de los trabajadores ferroviarios, están en una bodega de unos 50 centímetros de ancho por un metro de largo, y una antigua banca de madera a punto de desplomarse por el peso de los turistas, completan el panorama de la estación que se construyó a finales del siglo XX.


Preparación
Sergio Luna, de 46 años, madruga tres veces a la semana. A las 5:30 es el primero de una fila inexistente, ubicada cerca de un autoferro privado. Sus ojos rasgados y su piel morena reflejan su ascendencia costeña e indígena: uno de su abuelo fue de Guayaquil y su abuela de Alausí. El uso del ferrocarril acortó las largas distancias, la Costa y la Sierra se unieron y también lo hicieron los costeños con los serranos.


Su mezcla familiar es una de las muchas de las cosas que Luna le debe al ferrocarril. Ama el tren, lo que es fácil de explicar, ha sido el sustento de su familia, porque por más de 20 años se desempeñó como maquinista y es una de las personas que viven junto a la línea férrea. Ahora se gana la vida comprando los pasajes para los turistas, todos extranjeros, los nacionales, asegura, no tienen dinero para invertir en estas cosas. Está vez comprará más de 30.


El jefe de la estación, Kléber Altamirano, es el más esperado. Él debe vender los boletos.


La vieja silla de madera resiste ahora el peso de cuatro turistas alemanes, quienes ansían recorrer el que, según las guías de turismo que entregan a los visitantes, es el camino del tren más peligroso y sinuoso del mundo: La Nariz del Diablo.


Lucy Hartwell (34) una de las turistas, lee la historia en un pequeño manual sobre la “loca” idea de Eloy Alfaro, cuando asumió el poder en 1895, de finalizar la construcción de ferrocarril y llevarlo hasta las alturas de los Andes.


Sus enemigos políticos, menciona el manual, dijeron que era una patraña para asaltar los fondos del Estado, pero su ingenio pudo más.


Ahora, el Gobierno intenta rehabilitarlo. En octubre de 2007, el presidente Rafael Correa se comprometió a restaurar todo el sistema ferroviario. Los trabajos se incluyeron en una declaratoria de emergencias.


La lectura de Hartwell se interrumpe. Altamirano aparece y retumba, en las paredes de la estación, el delicado sonido del pito que se produce al tocar el cordel de autoferro, listo para comenzar el primero de los tres recorridos que realizará ese día. Allí está sentado Sergio, en primera fila, quien dice que valió la pena madrugar. Esperará a sus viajeros que partirán en el segundo viaje en su restaurante, ubicado a dos cuadras de la estación.

El viaje

La estación cobra vida. 50 turistas, entre europeos y estadounidenses, hacen fila para subir al techo del tren. No importa la incomodidad de sentarse junto a unos duros tubos de acero con tal de observar, con más detalles, el recorrido que tiene 15 kilómetros.


Desde hace un año, se autorizó a los turistas ir en el techo. Y es que un accidente acabó con la vida de uno de ellos, cuando se golpeó con un alambre atravesado en la vía. Por eso, se colocó un tubo largo para que puedan agarrarse y como recomendación se les pide que no se pongan de pie cuando está en movimiento.


Los maquinistas Hugo Isa y Gonzalo Guillén se colocan sus gorros negros y empieza el viaje de una hora y media.


El autoferro y los pocos vehículos que circulan en Alausí a las 08:00 comparten armónicamente la línea férrea, que conservan las despostilladas maderas, colocadas allí desde hace más de 70 años. Son los durmientes que todavía resisten el peso de unas siete toneladas del autoferro, pero ya no del gran ferrocarril que ahora “duerme” en los talleres de Riobamba.


Los turistas parecen invitados especiales. Por las ventanas o por las puertas de las casas, los moradores se despiden de ellos. Es parte de ese “sagrado ritual”, que ya tiene cerca de un siglo. El próximo 25 de junio, los ferroviarios celebrarán 101 años de la llegada del tren en la estación de Chimbacalle en Quito.


Hugo no se muestra muy atlético, pero las apariencias engañan. Como la máquina no puede virar, durante el trayecto él tiene que bajar del autoferro en movimiento para cambiar manualmente la dirección de las rieles.


Además, sube al techo en pleno movimiento para recibir los pasajes y dar una explicación técnica del estrecho camino de 1,80 metros de ancho y que tiene más de 20 curvas en zigzag.


CAMINO
La ruta: un ingenio de construcción de Jhon Hartman, un estadounidense contratado por Alfaro, no tiene un paisaje espectacular, es más bien seco, está lleno de quebradas, riscos y la línea férrea pasa cerca de los ríos: Alausí y Chanchan. Pero esto, a los turistas no les interesa, para ellos es espectacular. Sacan sus cámaras y no hay un solo momento, durante el trayecto, que no estén listos para obtener fotos.


Cerca del lugar de la montaña llamada Nariz del Diablo, dos columnas de mármol blanco en ruinas atestiguan que alguna vez hubo movimiento en Simbambe, una estación que murió cuando la vía férrea a Cuenca se dejó de usar. Allí se bajan unos cinco trabajadores quienes tienen la misión de reconstruir la historia. Ellos desde el pasado 7 de mayo de 2008, iniciaron la restauración de este espacio, que tiene una inversión de 85.600 dólares.


El autoferro se detiene e Isa vuelve a cumplir sus funciones: cambia de dirección para que José Luis Ruilova, el conductor baja en retro y vuelva a subir por el abrupto zigzag al filo de la montaña que, por la forma y la satanización de la obra, le llamaron Nariz del Diablo.


Los turistas están satisfechos listos para regresar otra vez a Alausí, en donde se reencontrarán con el presente.

martes, 21 de abril de 2009

QUÉ PASARÍA


Qué pasaría si mañana no despierto…
si decido que mi tiempo debe detenerse.
Qué pasaría si mi energía volviera al universo.
Al principio…donde todo nace y todo muere.
Qué pasaría, si la oscura noche
se apoderara de mi cuerpo y se apagara
mi clara luz, mi esencia.
Qué pasaría, si mis ojos se cerraran
para siempre y mi mente, mi conciencia
olvidara mis 29 años de existencia:
de lo recorrido de lo vivido. ¡Qué pasaría!

Qué pasaría con tus manos
al soltarse con las mías
¿Te caerías?, ¿Te importaría?
Estoy en un cuarto que recrea
mi rincón de hace cuatro años, autoexiliada.
preguntándome ¿Qué pasaría?
Estoy con un nudo que trastorna mis sentidos,
preguntándome, ¿Qué pasaría? ¿Me extrañarías?
¿Seguirías tu vida igual, así de sencilla?
La tristeza inunda mi mente,
las lágrimas corren finas por mi rostro
y me pregunto ¿Qué pasaría con los míos
al explicarles que ya no quiero vivir la vida?
¿Lo comprenderían?

domingo, 5 de abril de 2009

El auto ferro volverá a recorrer El Tambo


Tres personas caminan en el lugar. Inspeccionan minuciosamente a ocho trabajadores; cuatro de ellos, empujan un vehículo de madera por la línea férrea recién reconstruida. Los cuatro restantes caminan tras sus compañeros, llevan palas que les servirá para cargar tierra en este pequeño transporte.

Una de esas personas, Luis Antonio Zhilbi, de 54 años, tiene una zapatería cerca del inicio de la línea férrea del cantón El Tambo (Cañar) donde 110 trabajadores laboran desde el pasado 16 de marzo, de lunes a domingo, para tener listo el tramo El Tambo-Coyoctor el 18 de abril.

Camina detenidamente por unos 50 durmientes, que son grandes trozos de madera, que ya están colocados en la rieles, pero que aún no están cubiertos con ripio. Se detiene y vuelve a caminar despacio.

Tenía 10 años cuando podía disfrutar del paso del ferrocarril. Luego se convirtió en el zapatero de los ferroviarios. Era una época donde la producción y comercialización agrícola dependía de este medio de transporte.

La línea férrea está ubicada a 800 metros del parque central de El Tambo y es paso obligatorio para ir a Ingapirca. El tramo reconstruido de 3.3 kilómetros, donde “descansan” 5.200 durmientes, está rodeado de casas y pequeños parcelas de maíz, por eso, los trabajadores son observados por moradores que vienen y van.

La emoción es generalizada. Cerca del inicio del tramo, está detenido un pequeño autoferro, que desde hace 12 días que llegó, en comodato, a la estación recién recuperada por la Municipalidad del cantón, se convirtió en la atracción de todos los moradores, que esperan ansiosos su partida.

Y es que todo parece una reconstrucción del pasado. La misma Municipalidad realizó la restauración del antiguo hotel Nissa, donde ahora funciona un museo con piezas arqueológicas halladas en el complejo Baños del Inca, donde llegará el autoferro.

Eddy Yánez, uno de los moradores, no se cansa de venir con sus dos hijos a mirar cómo el pasado vuelve; hace apenas tres semanas se veía poco adelanto, pero ahora se habla de un 65 por ciento de avance de obra. Esto es confirmado por Marco Redrovan, el ingeniero encargado de los trabajos emprendidos por la Empresa de Ferrocarriles del Ecuador.

Los niños cambian las direcciones de las rieles del tren y la vuelven a colocarlas en su lugar. Todos coinciden en la esperanza, de que este proyecto de un millón 500 mil dólares, mejorará el turismo en la zona y podrá en funcionamiento negocios como cafeterías. Pero aún todo está en ideas.