viernes, 4 de abril de 2008

El Tren de la Alegría: caminar en medio de las tinieblas


La oscuridad es total. Caminar por la calle con los ojos vendados, usar un bastón, aferrarme a un hombro amigo, oler, reconocer las voces y escuchar con atención, no me parecía demasiado complicado. Pero en menos de cinco segundos de tener los ojos tapados, ya estaba asustada.
Decidí arriesgarme a participar en una cadena de ciegos para entender lo que ellos sienten. No había una pizca de luz, me coloqué unas gasas y una venda para no tener la más mínima tentación de abrir los ojos.

Comprendí que el manejo del bastón blanco es todo un arte. Una persona que repentinamente pierde su vista no puede manejarlo de un día para otro. Azucena Paguay, la coordinadora de la Asociación de no Videntes del Azuay, buscó en un armario el indicado para mí. “No, es muy grande… mmmm… muy pequeño”. Revisamos unos cinco.

Todos tienen su bastón personal que debe medir hasta su axila y es el único instrumento para percibir el mundo que hay allá afuera.

También me hablaron de los giros y la orientación de izquierda a derecha, entender eso fue lo más complejo porque hago trampa con una manilla que siempre está en mi muñeca derecha para poder guiarme.

Vulnerable
Ya con los ojos tapados me sentía vulnerable, pero mi aprendizaje debía ser rápido. Las personas videntes siempre tienen ventaja con ellos, o eso creía. Pero esta vez la ventaja la tenían ellos, unas cuatro personas con discapacidad visual, quienes se arriesgaron a salir conmigo y a caminar en cadena, en el llamado "tren de la alegría”. Se llama así porque para ellos es un aprendizaje grupal. Me doy cuenta que la vida de ellos es eso: un aprendizaje colectivo.

Todos hablaban a la vez. Sentí que no solo me quité, por voluntad, la vista, sino que los demás sentidos ahora no sabía cómo utilizarlos. De repente llegaron a mi mente los recuerdos desastrosos de mi infancia cuando me aterraba la oscuridad.

Sentí que creían que no podía lograrlo, porque entre ellos hubo una seria discusión con respecto al lugar donde me debía colocar para no caerme o para no ser una molestia: fui la segunda.

Todos intentaban ser cordiales. “Está temblando, no se asuste… va a ser una experiencia buena”, me decían un montón de voces y yo, callada.

Mi primera idea era un poco ridícula y lo acepté así cuando entré en la oscuridad total. Les propuse que la ruta sea desde las calles Las Herrerías hasta el parque Calderón; nadie me escuchó y no era por ellos, era por mí y mi poca experiencia.
Con mi mano derecha me aferré al bastón haciendo puño y con mi izquierda al hombro de Ricardo Morocho, ciego de nacimiento, profesor de orientación de la Sociedad y nuestro lazarillo.

La ruta fue cambiada y sólo daríamos la vuelta a la manzana de la Sociedad de no Videntes, en Las Herrerías. Mi primer gran obstáculo fue el bastón, no sabía moverlo.

Preocupaciones
Me preocupaba no saber mi ubicación, estar tensa y caer. Todos bromeaban de algo y a veces había silencios totales que me estresaban más porque así parecía que otro de mis sentidos, uno de los fundamentales para que los ciegos se puedan ubicar, se esfumaba. Caminamos unos 50 pasos y viramos la primera esquina del trayecto.

Como una forma de sobrellevar la situación intentaba que el bastón pegue todo, parecía que pisaba a mis compañeros y los golpeaba con mi nuevo instrumento. Los pequeños espacios verdes de la vereda se sentían como lanas de animales y las pequeñas piedras de la vereda eran verdaderos estorbos.

Carlos Quintuña, quien iba atrás mío, tomó mi mano y me enseñó que no debo apretar el bastón y que debo moverlo a los lados para determinar los obstáculos.
Lo aprendí de inmediato. Sin duda, fue el más afectado por mi falta de experiencia: lo golpeé decenas de veces.
Orientación
Ricardo tiene ese privilegio de saber exactamente donde está. Con su bastón para adelante nos indicaba dónde estaban las piedras, los huecos y los postes. ¿Cómo aprendió? Fácil: golpeándose.

En menos de 10 minutos hubo más de cinco obstáculos: postes, una piedra enorme que nos hizo caminar de lado, una alcantarilla abierta, un tanque metálico grande y hasta una camioneta estacionada en la vereda. La imprudencia de los videntes siempre es un problema para ellos.
Atención
Pasado un tiempo, por cuestiones de supervivencia, mi capacidad de atención mejoró. Escuché con atención lo que tenían que decir. Carlos, por ejemplo, trabaja vendiendo caramelos y, para él, circular siempre es un problema por la falta de una infraestructura adecuada, en una ciudad diseñaba sólo para videntes. Conversaban sobre otros ciegos que no pudieron superar su enfermedad y no se arriesgan a salir o a capacitarse.

La caminata de unos 400 metros se volvía más calmada, ya caminaba sin tensar la espalda y confiaba “ciegamente en mis acompañantes”.
“Hay que bajar”, “hay que subir”, “cuidado, obstáculo”, decía parsimoniosamente Ricardo, mientras Carlos también indicaba el camino. Isidro Mendoza, un estudiante, bromeaba de todo, y Adrián Manzano, el más joven y el último de la fila, no decía una sola palabra.

Para mí, todas las voces se escuchaban iguales: la dueña de comida rápida (sé que lo era por el olor a carne asada), el dueño de una mecánica... Para ellos, todo es útil para saber dónde están.

En menos de media hora había cambiado mi idea preconcebida sobre lo fácil que pensaba que era caminar ciega. Cuando se terminó el recorrido y me destapé los ojos, los destellos de luz me hicieron feliz, no quería estar ciega ni un minuto más.

Recorrí la ruta sola, sin vendas, comprendiendo que ellos son unos verdaderos héroes por sobrellevar sus capacidades especiales. Y también lo desconsiderados que son los videntes. El responsable de que la camioneta obstruyera nuestro paso sabía que estaba cometiendo un error. Pero me pidió que no le incluya en mi relato.

.