lunes, 28 de julio de 2008

Los betuneros aprenden con el deporte


La pintura negra parece estar impregnada en su piel. Por más que se laven, las palmas de sus manos siguen con ese color negruzco, casi gris, que se vuelve la marca, que sin duda delata su oficio.
Su rostro y su ropa también tienen esa característica: están manchada por el trabajo de limpiar, sacar el lodo o el polvo de los zapatos ajenos, y dejarlos, en cuestión de segundos, brillantes, como nuevos.
Allí están, sentados en un espacio del parque Calderón. Planean la estrategia para participar en la inauguración de la actividad recreacional, que para ellos, es la más importante de la fecha. Vienen de a poco, con su caja, que contiene sus herramientas (cepillo, unos trapos y tinta) y una mochila, se sientan y conversan.
Están emocionados. La discusión se centra en el nombre que adoptarán para participar en un mini campeonato de fútbol, donde medirán fuerzas con sus amigos, quienes habitualmente se suben a los buses a vender caramelos, galletas o lustran zapatos en la Nueve de Octubre, la Terminal Terrestre y el mercado de El Arenal.
Ya están más de cuatro, y Carlos Paida, de 13 años, dirige el grupo. Se llamarán la Liga de Betuneros. No hay acuerdo sobre la vestimenta que usarán, por eso, la decisión es que cada uno venga como pueda. El compromiso está en que lleguen a la cita.
El mini campeonato convocado por la Fundación Salesiana Paces, que trabaja con niños y adolescentes en alto riesgo, se convirtió en una de las propuestas recreativas para ellos en vacaciones.
Según Edgar Gordillo, director de ese organismo, la idea es que los chicos, dejen, por un momento sus puestos de trabajo y disfruten de la temporada como cualquier otro niño.
Son las 14:30, del pasado miércoles, y los integrantes de la Liga de Betuneros aún no han llegado. En un área verde, junto a la cancha enmallada del Tecniclub dentro de las instalaciones de la Universidad Politécnica Salesiana, hay una masiva concentración de equipos para iniciar el encuentro de fútbol.
Ya están en cancha una parte de los miembros de los “38 que no juega”, que trabajan en el Centro Histórico y los “Asimismo” de la Nueve de Octubre. Hay un cierto ambiente de cordialidad, se hacen bromas entre ellos y disfrutan de la compañía mutua.
Cada uno tiene su propia historia y en rostros, incluso de los más pequeños, hay un aire de madurez. Gran parte de sus cortas vidas lo han dedica al trabajo, que les ha permitido tener ingreso propio y ayudar a sus padres a mantenerse.
La mayoría complementa el oficio de betuneros, vendedor de caramelos y de galletas con el estudio. Carlos, el líder de la Liga, por ejemplo, trabaja desde hace dos como betunero, cuando le avisaron que podía ganar algo de dinero. Él no dejó la escuela. En la mañana sale como cualquier trabajador, cargando su caja en su mochila y en las tarde va a estudiar. Quiere ir al colegio, aunque no sabe a cual irá.
Carlos, ahora es el único de su equipo y Cristian Matute, el educador de la Fundación, intenta distribuir camisetas y chalecos.
Ya llegan más integrantes de la Liga; Juan Salau, de 9 años, llega con su caja guardada en una pequeña mochila, que también está manchada de tinta negra. Jonathan Entzana, del equipo del Centro Histórico, trajo su caja de cartón con galletas, que comercializa subiéndose a los buses.
Parece que todo está previsto y gira en un proceso educativo. Luego de anotar los nombres de los jugadores, el educador hace un pequeño concurso para determinar quienes llevaran chalecos o camisetas y los equipos que jugarán primero. En total son tres, porque los de la Terminal aún no han llegado.
La liga, ahora con chalecos negros, tendrá que esperar para jugar y todos sacan 10 centavos para la inscripción.
El juego está algo retrasado y Eduardo Gallo, que hace unos minutos con un títere de mano con forma de león interactuaba con los más pequeños y les recomendaba lavarse mejor las manos, ahora está en medio de la cancha a punto de pitar el primer partido.
“Nada de juego sucio, nada de malas palabras dentro de la cancha, no quiero verlos pelear y al primero que pelee le saco tarjeta roja”, dice Eduardo advirtiéndolos de posibles problemas.
Terminó el primer partido y es momento que la Liga de Betuneros salte a la cancha. Carlos es el arquero, pero los compañeros de la Terminal Terrestre ganan con un gol a cero.

martes, 8 de julio de 2008

La gente, la otra cara del complejo de Ingapirca


Ingapirca. El sol está presente, pero un viento helado sopla con fuerza. Son las 08:30 y las actividades cotidianas del pueblo asentado cerca del complejo arqueológico de Ingapirca, el más importante del Ecuador han iniciado.

En las inmediaciones de este centro cultural, ubicado a un kilómetro de la cabecera parroquial y a unos 22 del centro cantonal de Cañar, algunas mujeres indígenas han modificado sus trajes autóctonos de sombrero de lana y pollera con delicados bordados y le han agregado los polines con las letras U.S.A. de colores chillones y pañuelos con los símbolos de Estados Unidos.

Las ruinas de Ingapirca conviven con esta gente, la mayoría son niños y ancianos que decidieron quedarse a vivir de la ganadería o del turismo, aprovechando que desde hace más de 100 años son vecinos de estos restos arqueológicos que identifican su cultura.

Ya no hay adoración ni un amor intenso por lo que quedó de recuerdo de los incas, pero sí una cordialidad absoluta por los turistas. Para muchos, como Jorge Bolívar Sarmiento, de 64 años, es el camino más corto para llegar a su casa. Por un problema de lenguaje, no puede expresarse bien, pero extiende su mano para saludar y esboza una sonrisa cuando un desconocido se le acerca.

Él vive detrás del majestuoso Castillo del Inca. La construcción que, según los historiadores, data de la época de Huayna Cápac y que fue un centro administrativo y religioso porque allí se realizaban las ceremonias para adorar al Sol.

Su casa está construida en el fondo de una enorme roca que tiene pequeños agujeros, lo que le hace inestable, pero que sirven como refugio de un perro que no tiene nombre ni una raza definida.

Su esposa, María Dolores Ojeda, de 67 años, cuelga la ropa recién lavada en un alambre de púas que separa a las ruinas de su vivienda. Mientras su hija, en una piedra plana y con agua helada, termina de lavar la ropa de su familia conformada por cinco personas.

Ellos saben que la presencia de los turistas es importante, por eso, cuando alguien se atreve a pasar los linderos e irse más allá de las ruinas, no hay una queja como respuesta sino una amable sonrisa. Incluso una invitación a pasar a su vieja casa de adobe que, según María Dolores, tal vez fue un punto estratégico de los antiguos ocupantes del lugar.

Jorge vuelve a pasar por el Castillo un par de veces más y camina hacia la salida del complejo por la estrecha calle de tierra.

Allí se encuentra con su vecino, Darwin Almache. Ambos, con la ayuda de dos mulas, llevan maderos para hacer leña.

A medio kilómetro de distancia, al otro lado de las ruinas, la casa de la familia Silva Serrano es el paso obligado para llegar a la roca de la Cara del Inca. Los pasos y el bullicio de los pocos turistas, que en esta ocasión vienen a visitarlos, son el llamado de atención de Carlos Serrano, de 91 años, y su hija Alejandra, de 64.

El turismo en la zona disminuyó desde el pasado 16 de mayo, cuando las comunidades de Ingapirca cerraron las puertas del complejo, en una medida de hecho que ya concluyó. Ahora son pocos los que vienen.

En un cuarto de adobe y de paja, de unos tres metros de ancho y cinco de largo, Alejandra tiene sus tesoros: huesos, piedras y ollas encontradas hace más de 40 años, cuando los expertos iniciaron la prospección arqueológica de la zona. Todos fueron hallados en su terreno y algunos los vende a los turistas.

El esposo de Alejandra, Carlos Silva, de 64 años, dice que las tradiciones se han perdido, porque la emigración a países como Estados Unidos y España ha generado una mezcla cultural que amenaza con desparecer las tradiciones de este pueblo.