martes, 8 de julio de 2008

La gente, la otra cara del complejo de Ingapirca


Ingapirca. El sol está presente, pero un viento helado sopla con fuerza. Son las 08:30 y las actividades cotidianas del pueblo asentado cerca del complejo arqueológico de Ingapirca, el más importante del Ecuador han iniciado.

En las inmediaciones de este centro cultural, ubicado a un kilómetro de la cabecera parroquial y a unos 22 del centro cantonal de Cañar, algunas mujeres indígenas han modificado sus trajes autóctonos de sombrero de lana y pollera con delicados bordados y le han agregado los polines con las letras U.S.A. de colores chillones y pañuelos con los símbolos de Estados Unidos.

Las ruinas de Ingapirca conviven con esta gente, la mayoría son niños y ancianos que decidieron quedarse a vivir de la ganadería o del turismo, aprovechando que desde hace más de 100 años son vecinos de estos restos arqueológicos que identifican su cultura.

Ya no hay adoración ni un amor intenso por lo que quedó de recuerdo de los incas, pero sí una cordialidad absoluta por los turistas. Para muchos, como Jorge Bolívar Sarmiento, de 64 años, es el camino más corto para llegar a su casa. Por un problema de lenguaje, no puede expresarse bien, pero extiende su mano para saludar y esboza una sonrisa cuando un desconocido se le acerca.

Él vive detrás del majestuoso Castillo del Inca. La construcción que, según los historiadores, data de la época de Huayna Cápac y que fue un centro administrativo y religioso porque allí se realizaban las ceremonias para adorar al Sol.

Su casa está construida en el fondo de una enorme roca que tiene pequeños agujeros, lo que le hace inestable, pero que sirven como refugio de un perro que no tiene nombre ni una raza definida.

Su esposa, María Dolores Ojeda, de 67 años, cuelga la ropa recién lavada en un alambre de púas que separa a las ruinas de su vivienda. Mientras su hija, en una piedra plana y con agua helada, termina de lavar la ropa de su familia conformada por cinco personas.

Ellos saben que la presencia de los turistas es importante, por eso, cuando alguien se atreve a pasar los linderos e irse más allá de las ruinas, no hay una queja como respuesta sino una amable sonrisa. Incluso una invitación a pasar a su vieja casa de adobe que, según María Dolores, tal vez fue un punto estratégico de los antiguos ocupantes del lugar.

Jorge vuelve a pasar por el Castillo un par de veces más y camina hacia la salida del complejo por la estrecha calle de tierra.

Allí se encuentra con su vecino, Darwin Almache. Ambos, con la ayuda de dos mulas, llevan maderos para hacer leña.

A medio kilómetro de distancia, al otro lado de las ruinas, la casa de la familia Silva Serrano es el paso obligado para llegar a la roca de la Cara del Inca. Los pasos y el bullicio de los pocos turistas, que en esta ocasión vienen a visitarlos, son el llamado de atención de Carlos Serrano, de 91 años, y su hija Alejandra, de 64.

El turismo en la zona disminuyó desde el pasado 16 de mayo, cuando las comunidades de Ingapirca cerraron las puertas del complejo, en una medida de hecho que ya concluyó. Ahora son pocos los que vienen.

En un cuarto de adobe y de paja, de unos tres metros de ancho y cinco de largo, Alejandra tiene sus tesoros: huesos, piedras y ollas encontradas hace más de 40 años, cuando los expertos iniciaron la prospección arqueológica de la zona. Todos fueron hallados en su terreno y algunos los vende a los turistas.

El esposo de Alejandra, Carlos Silva, de 64 años, dice que las tradiciones se han perdido, porque la emigración a países como Estados Unidos y España ha generado una mezcla cultural que amenaza con desparecer las tradiciones de este pueblo.

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