viernes, 3 de octubre de 2025

20 días sin libertad



 La libertad es un concepto del que nadie se ocupa hasta que se la pierde. Un par de minutos es suficiente para comprenderlo.

 Una infracción de tránsito basta para que te la quiten y el desconcierto llega de inmediato. Nadie cree que sea posible, que se trate de un exceso, pero no hay vuelta atrás y la advertencia, tan repetida como ignorada, se impone no vale una sola cerveza cuando se conduce. 

El proceso es rápido, casi automático. En la madrugada suben a once personas al bus que llaman “de la alegría”. Un apodo algo  cínico, hasta cierto punto consolador, los lleva a una celda sin cobijas, allí, el frío y la incertidumbre son la primera bienvenida. 

Horas después, ya de mañana, los trasladan al juzgado. La sala es pequeña, blanca, con un silencio que multiplica la ansiedad, solo Pablo Padilla, uno de ellos, intenta generar broma para que la espera de seis a ocho horas no sea tan angustiante. 

La jueza no entra en ese espacio. Uno por uno pasa a otro cuarto para ser escuchados, juzgados y sancionados.  Escucha poco. No hay excusas, sólo sanciones, la lógica es simple, un accidente puede evitarse. A algunos les corresponden tres días, la negativa a realizarse la prueba de alcoholemia se convierte en argumento suficiente para imponer la pena máxima que son veinte días. 

De regreso al centro, el encierro se organiza bajo un sistema propio, cinco celdas, catorce personas en cada una. 

Una figura sobresale es el capo, quien más tiempo acumula y, por lo tanto, se convierte en líder, su deber es mantener el orden. 

A los recién llegados les toca trapear y limpiar la celda. Cada día ingresan nuevos detenidos de los operativos nocturnos, los que ayer limpiaron, hoy ya son parte del grupo, los que llegan empiezan desde cero. 

Las comidas son pobres y monótonas desayuno, almuerzo, merienda, entre ellos se hace perenne la leyenda que contiene azufre, lo que si tiene con seguridad es mucho arroz, poca proteína, casi nada de vegetales, así comer es solo rutina. 

Las familias llegan miércoles y domingos con bolsas de snack, dulces, pan y bocadillos. Alrededor del patio hay abrazos, risas, conversaciones. 

Luego, las golosinas y demás alimentos se colocan en una alacena común en cada celda. Esta acción por unas horas, genera un sentido de comunidad, un intercambio  entre quienes comparten el encierro. 

Entre las conversaciones aparecen las preocupaciones, qué pasará con la familia, cómo pagar las multas, si se mantendrá el trabajo. 

Cada noche, a las 20:30, la rutina se concentra en los teléfonos públicos, los detenidos tienen monedas de 25 centavos en la mano. Cada moneda, que debe ser extranjera, dura apenas un minuto, insuficiente para apenas escuchar la voz de la esposa, de un hijo, de un amigo, de padres, para oír un “te extraño” o un “te espero”. El sonido metálico de las monedas entrando marca la esperanza más grande del día que es sostener, aunque sea por segundos, el calor del hogar a la distancia. 

Las historias circulan. Luis Carrión, músico, convierte los días en melodías que acompañan a todos con su quena. Pedro Cabrera, apodado Reinsidente Calle 13, un poco aspero, pero de corazón ligero, se vuelve amigo. Alulema, un indígena, que cumple su condena, debe regresar a su comunidad, donde lo espera la justicia indígena. En tanto que, padre e hijo comparten el encierro, el joven por beber, el padre por salvarlo. Ellos piensan constantemente en la esposa y la madre, con una vergüenza compartida. 

Nadie lo dice, pero todos lo piensan, cada día dentro es un día menos y, sin embargo, también un día más por vivir.

Después del desayuno, el aire del patio se llena de la expectativa del voleibol, los especialistas se preparan, estiran el tiempo, como si el juego fuera una forma de olvidar dónde están.

Cuando aparece el Gran Calín, Alex Padilla con su bibidi y pantaloneta, seguro será un gran partido. En la otra esquina está Flores, el voleibolista más talentoso del centro, que sueña con ganar dólares por su habilidad. Flores tiene un don, pesca el talento de los nuevos apenas los ve moverse. 

Don Reyes, exfutbolista, vive esperando el fin de semana. El sábado por el campeonato, el domingo por las visitas. Su familia llega desde La Troncal y Ambato y ese reencuentro justifica toda la semana. 

A las seis de la mañana ya está trotando silencioso, respetado, constante. Siempre es el primero en salir al patio. Corre junto a Lenin Riera, apodado Tortuga o Alvin quien saluda a todos los que encuentra, el que incentiva a armar rompecabezas. Hablar con él es como leer un libro que no se acaba, siempre tiene algo que enseñar, algo que preguntar, algo que escuchar. 

A las 7:00, el ambiente cambia, es la hora en que los antiguos se encuentren con los nuevos. Los gritos resuenan en el patio, ¡ya vienen los nuevos!, es una mezcla de burla, y bienvenida, en el fondo todos se identifican con ellos, llegan confundidos y con miedo. 

Cuando se escucha un grito desde el patio ¡Oye suave con ese cepillo!, significa que Don Parra se ha despertado, el más antiguo del centro, el papá de los pollitos.

Todos ya sean viejos y nuevos, lo buscan, porque Don Parra entiende lo que nadie más y es cómo sobrevivir al encierro sin perder la cabeza. Su sentencia es de noventa días y ha aprendido que quien no se hace sociable, se derrumba.

Él inicia los chistes de la mañana y los remata al final del día. Cuando llueve, camina por los pasillos gritando ¡Paraguas, paraguas!, vende algo invisible, como si la rutina tuviera que mantenerse viva para no enloquecer. 

Su sombra inseparable es Don Troya, amigo leal y compañero de historias. Compartieron trabajo, desilusiones y promesas de hermandad. Troya salió antes, pero la amistad quedó amarrada como los nombres grabados en las tablas de las camas. 

Don Parra ha visto llegar y partir a muchos, espera su turno con calma, en ocasiones lo ves sentado, observando cómo el sol ingresa por el patio del centro, sabe que ese rayo, por mínimo que sea, es una forma de libertad. 

Pablito Padilla, el alma de la celda tres, es el humorista del encierro. Si él faltara, todo se llenaría de silencio. Tiene esa capacidad de levantar la cabeza de quien la tiene abajo, de arrancar una risa incluso cuando no hay razones.

Y cuando uno de los detenidos comienza a recoger piedras, todos saben lo que significa, alguien importante se va ese día. Es un ritual. Una funda de piedras es colocada secretamente en la mochila de los amigos que se van.

Así, las piedras se guardan como recordatorio de que el tiempo se detuvo por un momento y que, afuera, todavía hay algo esperándote, también sirven para no olvidar la promesa de nunca volver. 

El fin de semana es lo más esperado, no por el descanso sino por el movimiento. El sábado hay campeonato. El domingo, visitas y el lunes, final de 40, un juego que transforma el salón de cine en un pequeño coliseo. 

Los jugadores como Don Cangrejo y Don Tanquero se concentran con una gran solemnidad; cada jugada es seguida con respeto. En cambio, durante la semana, los mismos personajes son cómo músicos del Titanic, pues sea desayuno o almuerzo, en lluvia o sol, continúan su juego en cualquier rincón del patio. 

El mejor día es cuando está de turno Don Barbas, agente del EMOV, no es déspota, su trato es digno y amistoso. Cuando él está, el ambiente se siente más humano.

Aquí nadie tiene cordones, todos usan fundas de plástico en los zapatos, o zapatillas. Esa igualdad forzada borra las diferencias pueden ser médico, taxista, músico, tanquero, comunicador todos son un detenido más. 

Y entre todo eso, el sonido del vallenato, ese lamento alegre que se cuela en el patio, recordando los amores que quedaron afuera, los trabajos perdidos, los padres que aún están enojados, el encierro es tristeza, pero la amistad es lo único bonito, es el eco del mundo que sigue girando afuera. 

El resto es tiempo, son horas densas, largas, que apenas se distinguen entre sí. Todos han contado cuantas ondulaciones tiene el techo de sus celdas, 128.

Vivir en convivencia aquí es aprender a tolerar ronquidos, compartir un rollo de papel higiénico, reírse de lo inevitable y todos coinciden en una sola cosa lo mejor del centro son las bañeras, porque el agua sale caliente, el chorro es grande y son seguras y privadas. Por un instante, en ese golpe de agua, en soledad, se siente libertad. 

Cuando uno de ellos se va, cuando por fin le llega la libertad, hay vigilia, silencio y emoción contenida. No importan la hora, nadie se marcha solo, siempre hay un abrazo, una mirada que dice más que las palabras.  La puerta negra se abre y un agente  grita el apellido, el tiempo vuelve a moverse, la vida, que había estado en pausa, continúa. 

Afuera hay familia y amigos con los brazos abiertos, esperan, confían y exigen que esta vez no los decepciones, pero también hay nuevos amigos que sin duda serán las visitas del próximo domingo.